viernes, 11 de enero de 2013

 
 
ROMEO
 
Nos conocimos un atardecer de verano. Yo pasaba por allí, como de costumbre bastante despistada, a lo mío, los cascos en los oídos y pensando en las avutardas. En la Luna de Valencia, en fin…
 
El sonido de su voz me sacó de mi ensimismamiento y entonces lo vi; bello y oscuro, ágil, hermoso; su pelo brillante, sus ojos negros. Y esa nariz chata, húmeda, agrisada.
 
Era lindo, me dije, y me acerqué con cautela. Primero nos miramos, luego le tendí la mano y finalmente sacó medio cuerpo por entre la valla para aproximarse a mí. Y de ahí al intercambio de caricias y lametones no hubo más que un paso.
 
Sé que coqueteaba con todos los paseantes, pero nunca me importó. Nunca le exigí fidelidad, y él a mí lo mismo. Pero parece ser que su dueño es de natural celoso y no estaba muy de acuerdo con que se dejase tocar por cualquiera. De modo que poco a poco nos lo fue poniendo más difícil. Un día le cerró el paso por el costado por que habitualmente nos saludábamos, pero eso no impidió que buscásemos otro rincón para nuestro diario intercambio de caricias. De modo que a la valla siguió una tapia de madera, y a ésta una red cuya finalidad era la de impedir cualquier tipo de contacto.
 
Excepto el visual. Porque si yo me acerco lo bastante, y una vez que mis ojos se habitúan a mirar por entre las fibras, al cabo de unos segundos consigo verlo, y le llamo, y él siempre encuentra un rincón por el que deslizar su cabeza para encontrarse con mis manos.
 
Y así seguimos, un día tras otro. Sus grandes colmillos. Mis pequeñas manos. Furtivos encuentros.
 
Le llamo Romeo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario