viernes, 22 de febrero de 2013




EL MAR DEL POETA

Nació, como él mismo dejó escrito, en el Sur, y pasó su juventud en tierras castellanas, donde conoció a la mujer que fue el amor de su vida, quizá porque ese Dios en el que creía de una forma un tanto peculiar se la arrancó de los brazos demasiado pronto, antes de que el paso de los años los pusiera al corriente a cada cual de los defectos del otro y su relación se convirtiera en una monotonía como tantas otras, como la nutrición, el aseo o el trabajo, y el recuerdo de esa niña angelical y dulce se viera agriado por el rancio sabor de la rutina. Y allí quedó la triste, la núbil Leonor, el olmo seco enraizado en la Soria adusta y fría a la que tanto amó el poeta. Como amó la luz de su Sevilla, alegre e irreverente, y como amó los ocres castellanos, que tiñen el otoño de nostalgia y de color. Y como debió sin duda amar los tientes rosáceos del cielo de Collioure, la villa marinera que le vio morir, de ausencia y de tristeza, cuando el despropósito de esa triste, terrible, sanguinolenta aventura de una guerra en la que los vencidos tenían a veces el derecho de vivir pero jamás el de pensar, le empujó a huir, como un proscrito, de un país que volvía la espalda a sus poetas.
 
Y pasó Machado los últimos años de su existencia ante este mar, el mismo que bañaba las costas de la tierra que un día le vio nacer, el mismo Mediterráneo que nutrió a su patria de cultura, de genios y de bárbaros, de intelectuales y de guerreros. El mismo mar. El mismo sol. El mismo cielo. 
 
En tierra ajena.

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