miércoles, 6 de febrero de 2013



LA CAJA DE ZAPATOS 

 No eran unos niños. Ninguno de los dos. No era la primera, ni la segunda, ni siquiera la tercera vez que intentaban la aventura del amor; por eso les sorprendió tanto que este sentimiento que los pillaba tan a trasmano, tan tarde, tan de vuelta, los atrapase con tal fuerza, llenando sus vidas y sus corazones de una energía, de una calma, de una plenitud que nunca antes habían conocido. 

Es por ello, debido a la sorpresa y a una cierta desconfianza sin duda debida a la acumulación de experiencias negativas, que les parecía mentira que aquello fuera tan perfecto, y pasaban horas hablando de lo inesperado de su encuentro, y de lo insólito de su mutuo entendimiento; de ese adivinarse, de esa sensación jamas experimentada de haber llegado, por fin, y tras saltar un sinfín de vallas, al final de la carrera. 

Pero ella desconfiaba un poco de el pasado de él, que habia sido un poco calavera, y siempre le acababa reprochando que tarde o temprano se cansaría de aguantarla. Pero él estaba tan seguro de quererla que, sin decirle nada, cogió una caja de zapatos y allí fue metiendo prendas de su amor: fotos abrazados, sonriendo, regalos cursis de los que sólo se ofrecen al principio de una relación, tickets de los restaurantes donde se encontraron las primeras veces… esas reliquias que componen una vida. Lo fue atesorando todo durante muchos amos. En silencio. Mientras ella le seguía haciendo el mismo reproche cada día. 

Un tarde tuvieron una gran disputa; una disputa enorme y violenta ; una de esas disputas absurdas que empiezan por una tontería, porque realmente, y excepto la erosión del paso de los años, nada ensombrenció jamas su relación, salvo estas disputas absurdas que el orgullo convertía en batallas campales y que en el pasado habían sido capaces de apaciguar. Ella sacó la maleta del armario y empezó a llenarla precipitadamante. Él la contemplaba en silencio. Cuando estaba a punto de cerrarla, se acercó con la caja entre las manos y se la colocó delante. 
Te olvidas esto – le dijo. 

Abrió la caja delante de ella, mostrándole las flores secas, las fotos abrazados, los posavasos de los bares, los envoltorios de los regalos que se habian hecho. 

Ella lo miró, atónita y desconcertada: toda una vida que él habia atesorado en aquella caja de cartón a la espera de una de sus explosiones de cólera; a la espera de aquél momento. Lo miró. Tenía tristeza en la mirada y una sonrisa en los labios. 

Se acercó despacio, mirándole de frente, y se tropezó con los ojos que la habían hechizado hacía tanto tiempo y que ni por un momento habían dejado de mirarla con dulzura, con devoción acaso. 

 Y ya no se marchó.

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