martes, 26 de febrero de 2013




LA CENA DE LOS INFIELES

14 de Febrero. Un año más tocaba cumplir con el enojoso rito de encargar las flores, reservar el restaurante y abrir con cara de sorpresa el horripilante paquete que, sin duda, contenía un carísimo perfume que él sólo utilizaba cuando salían juntos porque, de ordinario, esas masculinas fragancias aromatizadas con maderas exóticas lo acababan mareando una barbaridad. Claro que nunca se había atrevido a decírselo por no decepcionarla. ¡Lo quería tanto!

Él, sin embargo, estaba cansadísimo de ella. Nunca le había gustado demasiado; se habían casado por inercia, como quien conduce obedeciendo al gps, porque era el camino a seguir. Le tenía cariño, sí; pero tardó poco tiempo en darse cuenta de que nunca la quiso. Sin embargo, no se atrevía a dejarla porque estaba seguro que de hacerlo a ella se le partiría el corazón.

Se endomingó con desgana; se sentía incómodo dentro de esa ropa de salir de noche. Pero no podía vestirse de cualquier manera puesto que ella iba siempre al detalle, impecable, moderna y elegante. Una mujer atractiva. Un bombón. Eso sí, bastante insípido.

El restaurante estaba abarrotado; las mesas se habían colocado unas al lado de otras de modo que había que hablar muy bajito para que la pareja de al lado no oyera la conversación. Él reparo de inmediato en los ocupantes de la mesa de al lado: no encajaban el uno con el otro: él era un tipo atractivo y elegante, con estilo. Iba muy perfumado y era evidente que utilizaba algún tipo de cosmética dada la tersura de su piel, impropia de un hombre de la edad que sus manos aparentaban. Ella rondaba la cuarentena y no se había molestado en arreglarse: la cara lavada, unos jeans, un blusón un tanto hippy, un foulard de colores y un manojo de collares de abalorios. Una rebelde y un ejecutivo, tal cual, sin disfraz alguno. Y era evidente por su comportamiento y por las alianzas que ambos lucían en su dedo que llevaban juntos algún tiempo.

La cena transcurrió como de costumbre: uno frente a otro y sin mirarse demasiado; hablaron del trabajo, de los hijos, de los amigos… En fin, de todo menos de ellos. Al terminar, él se levantó para pagar la cuenta y ella, aprovechando que la mujer de la mesa de al lado la hizo incorporarse porque necesitaba pasar para ir al baño, cogió el teléfono del bolsillo de su abrigo y llamó a su madre para saber si la niña ya estaba dormida.

Minutos más tarde ella y su marido se despidieron del hombre de la mesa de al lado, que esperaba aún a su compañera.

Y salieron por la puerta sonrientes, ilusionados, los ojos brillantes, una mano enlazada a la del otro y la segunda en el bolsillo, apretando fuertemente el móvil donde cada cual había memorizado, en clave, el número de su nuevo amor.

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