viernes, 15 de febrero de 2013



LA CHICA DE LA ESTACIÓN

Era un frío atardecer del mes de diciembre en una ciudad del Norte. Ella estaba sentada en un banco cercano a la estación y en seguida reparó en aquél muchacho de aire distraído que se aproximaba arrastrando ruidosamente sus zuecos, de distintos colores a causa más de la escasez que del despiste. Él vagaba, haciendo tiempo hasta la salida del tren que le llevaría rumbo al Sur para pasar las fiestas de navidad con su familia. Acabo fijándose en la chica; faltaba bastante tiempo para su partida y decidió acercarse, sentándose a su lado. 
Ella, le contó, regresaba a su casa en la capital tras una fallida aventura con un novio extranjero tras el que había corrido hacía un tiempo traspasando las fronteras del país y del decoro. Ahora, fracasado su intento, se enfrentaba al más cruel de los castigos, que es el de tropezarse con la rigidez del “te lo advertí” que indefectiblemente acompaña siempre al retorno al redil de la oveja descarriada. 

La noche era heladora; al chico le dio un poco de pena esa mujer desamparada, perdida, esa Juana de Arco a punto de encontrarse con la Santa Inquisición, y la invito a un café. Los dos perdieron el tren aquélla noche, y compartieron cama, que no cuerpos, en el cuartucho de estudiantes donde el muchacho se alojaba. 
A la mañana siguiente se despidieron en la estación y cada cual siguió su camino. 

 El azar le llevo unos años después, ya terminados sus estudios, a la calle donde ella le había dicho que vivía. Le pudo la curiosidad y buscó el inmueble. Llamó al timbre. Una mujer le respondió. En efecto, la joven no le había mentido; había vivido allí hasta hacia algunos años: exactamente hasta el día en que decidió arrojarse al vacío desde la ventana y terminar con todo.

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