lunes, 18 de marzo de 2013

 
 
 
EL DIOS DE LAS CHAPUZAS
 
Érase una vez, en una galaxia muy lejana, un pequeño planeta donde las gentes vivían tranquilas, con sus preocupaciones, sus ambiciones y sus sueños por los que luchar, por los que ponerse en marcha cada día.
 
Todo transcurría dentro de la normalidad más razonable hasta que un día llegó un dios novato y un tanto manazas, un dios que venía de obtener la titulación en la escuela de dioses con un aprobadillo por los pelos, después de repetir varios cursos y de ser amonestado frecuentemente por su atrevimiento y su vanidad.
 
Claro que a esa peligrosa osadía se añadía otro problema no menos importante: y es que era un tanto irresponsable y demasiado bonachón, de modo que nunca había llegado a medir las consecuencias que a los demás puede acarrear el hecho de ser un todopoderoso. Y aparte, tenía un complejo de inferioridad que le empujaba a hacer todo lo que los otros querían con la sola finalidad de sentirse amado, útil. Necesario.
 
Así que con semejante expediente os podéis imaginar que fue ponerse a ejercer y empezar a cagarla. No se le ocurrió mayor majadería, para ganarse a su pueblo, que empezar a concederles todos los deseos que tenían. Pero no sólo aquellos que formulaban en voz alta, no. También todos esos que guardaban en el interior de sí mismos, aquéllos que nunca se confiesan por miedo, por pudor o por malicia.
 
Convirtió en ricos y guapos a todos los habitantes del planeta. Lo cual fue una tontería, porque una vez que todos tuvieron dinero y hermosura a espuertas las dos cualidades perdieron su valor, y ya nadie mostraba interés por los demás, tan ocupado como estaba mirándose al espejo. Y en cuanto a la riqueza, puesto que había dinero los precios no dejaban de subir, y la población se empobrecía poco a poco, como antaño.
 
Y eso por no hablar de todos aquéllos que caían fulminados por un rayo en mitad de la calle, sin haber tormenta, solamente porque alguien lo había deseado. O de los enamorados que quedaban petrificados en los bancos, unidos por un beso inacabable, por el simple hecho de haber deseado que el tiempo se parase en ese instante de inabarcable felicidad. Y la desesperación de sus familias, sobre todo de sus madres, que los esperaban para comer a mediodía, la mesa puesta y el postre en la nevera, sin saber que su hija o su hijo se hallaban en un banco, paralizados, detenidas sus vidas para siempre, sin ninguna posibilidad de continuar, de crecer, de hacer algo diferente que no fuera besar y ser besado.
Muertos, de dicha al fin y al cabo, pero muertos.
 
Y no hay que olvidarse tampoco de todos aquellos que quedaban clavados en medio de la vía pública a causa de cualquier cosa que los llenaba de gozo, y a los que era imposible retirar del lugar. Y ahí permanecían para siempre, en medio de las carreteras, de los caminos, de los pasillos, de las salas de espera, estáticos, hieráticos, sin siquiera consumirse ni descomponerse, provocando todo tipo de accidentes a los viandantes que tropezaban con ellos y morían o quedaban minusválidos a causa de la colisión en no pocas ocasiones. Y nadie sabía cómo parar aquel despropósito porque tampoco sabían que el causante era un ente superior, omnipotente y omnipresente, que había decidido tomar, sin consultarles, hacía algunos meses, el control sobre ellos, sobre sus deseos.
… Sobre su identidad.

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