domingo, 9 de junio de 2013





EL SACO
 
El corral no era un hotel de cinco estrellas pero al menos le resguardaba a uno de la lluvia. El invierno estaba siendo largo y duro y él y sus hermanos pasaban el día arrinconados cerca de la madre, bien juntitos para darse calor los unos a los otros. Una vez al día la anciana aparecía con restos de comida mientras que el resto del tiempo era ese hombre malcarado y desagradable el que andaba por ahí, gritándoles y dándoles patadas, quitándoles las mantas y asustándolos con su escopeta. A menudo discutía con la vieja, que más de una vez terminaba llorando, acurrucada en el rincón, dejando que el animalito le lamiera las manos mientras lo besaba tiernamente y lo acariciaba con sus huesudos dedos. Era su favorito, lo sabía bien, y precisamente por esa causa era especialmente detestado por el hombre.
 
Por eso se asustó  tanto cuando, tras varios días sin recibir visita alguna, fue él quien apareció a la hora de la comida. Traía en una mano una enorme bolsa de plástico con restos de carne asada que vació en el lugar de costumbre y en la otra un apetitoso muslo de pollo que puso delante de él. El chiquitín se aproximó a la golosina, receloso aunque hambriento, y ya estaba a punto de echarle la zarpa cuando vio el saco blanco que el hombre se disponía a abrir en aquel momento. Y a su mente vinieron las imágenes de todos aquellos bebés desparecidos en medio de la noche, camadas enteras de las que nunca se volvió a tener noticia.
 
Miró de frente a su verdugo justo en el momento en que éste estaba a punto de atraparlo. Dio un feroz bufido al tiempo que tomaba impulso sobre sus patas traseras, saltando a la cara del hombre y clavándole las garras para después huir a toda prisa. El tipo profirió un rabioso aullido y se puso en pie, hecho una fiera, el rostro ensangrentado, mirando infructuosamente en todas direcciones en busca de aquella mala bestia, de aquel hijo de Satanás que había estado a punto de sacarle un ojo.


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