viernes, 7 de junio de 2013


 
ELOGIO DE LA TORPEZA

Desengañáos, madres del mundo; se nace torpe del mismo modo que se nace chino, rubio o gilipollas, esto es, la torpeza es algo innato e incurable, un lastre con el que se carga de por vida; una impronta en el código genético, una broma del ADN como puede ser, por ejemplo, medir 1,50 y calzar un 48.
Una putada, en fin; una tara que hay que asumir lo antes posible porque, de lo contrario, vas a llevar una vida de lo más triste.

A menudo veo escenas reveladoras de niños que caen al suelo como fardos sin haber tropezado con nada; niños aparentemente normales, inteligentes, a veces hasta guapos, cuyo comportamiento en casa y en el cole no es motivo de preocupación para sus educadores; son, simplemente, niños con mala suerte, un pelín atolondrados, movidos e inquietos, no demasiado precavidos… esa es la explicación que todos utilizamos para no usar la palabra torpe, mucho más adecuada como definición. Son los niños que hacen caer el escenario de la función escolar de fin de curso, que tropiezan en mitad de una final de baloncesto perdiendo el balón y dando la victoria del campeonato al equipo rival, que se levantan del asiento del autobús en una excursión justo en el momento en que el chófer da un frenazo…
Son, en fin, niños que pasan la infancia cubiertos de tiritas y de vendas, niños a los que traería más cuenta poner una cremallera en la rodilla que andar llevándolos a urgencias cada vez que llegan a casa con al pierna ensangrentada, niños capaces de consumir un botiquín de campaña en cuatro días.

Pero claro, los padres prefieren mirar hacia otro lado y pensar que son cosas de la infancia, que eso pasará, como pasan el sarampión, la adolescencia y las rabietas. Y sin embargo no es cierto, porque un niño torpe sin diagnosticar deriva con el paso de los años en un adulto al que la catástrofe persigue de forma reiterada, y su existencia se convierte en un devenir de férulas, apósitos y escayolas. Claro que en compensación todos estos personajes parecen tener un ángel de la guarda de los que no cierran los ojos ni para hacer fuerzas en el váter, porque siempre acaban partiéndose la crisma por el punto menos frágil, esto es, tienen centenares de aparatosos accidentes de nimias consecuencias, lo cual los diferencia de los gafes, que se accidentan menos pero con peor suerte; esto es, el torpe se rompe al brazo izquierdo y el gafe el derecho, el torpe se parte el dedo y el gafe se lo secciona, el torpe destroza el coche y el gafe se fractura las dos piernas…
Y así siempre.

Claro que no todo tienen que ser sombras en la vida del torpe, porque con el paso de los años y la asunción de su condición de patoso, el individuo va adquiriendo una serie de habilidades que el resto de los humanos no poseen… verse con frecuencia desprovisto de un dedo, un ojo, una mano o varios dientes los convierten en seres superdotados, en supervivientes, en aventureros.

En fin, mis queridos lectores, que si tenéis un hijo torpe no hay que preocuparse demasiado; no agobiarlo ni crearle traumas es lo mejor. Simplemente hacer que asuma su condición y que incluso le saque partido. Que la historia está llena de torpezas. Y si no que se lo pregunten Fleming, que descubrió la penicilina gracias a un descuido; o a Colón, que se desorientó y acabo llegando al Nuevo Mundo... o a Cervantes, que con una sola mano fue capaz de calzarse uno de los mayores best sellers de la historia.

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