lunes, 8 de julio de 2013





EL CORAZÓN DE TRAPO
 
Nunca había tenido buena puntería. De hecho, sus amigos jamás le dejaban jugar a los dardos. Las pocas veces que lo admitían era porque si no los equipos eran impares. E incluso entonces tenía que soportar broncas y chanzas, amén del gesto de horror de todos, que se apartaban de la zona de tiro cada vez que llegaba su turno. Claro que no era para menos, porque en cierta ocasión había llegado a cargarse una bombilla de un dardazo.
Así que cuando pasaron por la feria cogidos de la mano, aquélla primera noche, y ella posó sus lindos ojos verdes sobre el corazoncillo primero y luego sobre él, el chaval se derritió como un terrón al contacto con el café caliente. Y se juró que lo conseguiría para ella. Pero como el amor es ciego, que no gilipollas, no lo intentó en aquél momento. Por nada del mundo se hubiera arriesgado a un ridículo tan espantoso como el de que ella comprobase su torpeza. Así que la invitó a montar en la noria para desviar su atención y a la mañana siguiente se presentó sólo en la garita y se fundió más de tres horas y la totalidad del presupuesto con que contaba para pasar la semana en conseguir el corazón. Y no lo logró por su pericia, sino porque el dueño de la barraca se lo acabó regalando cuando el pobre chico, agotada hasta la última moneda, le contó la historia de la ninfa de los ojos verdes.
 
La llamó por la tarde para dárselo. Lo envolvió en un hermoso papel floreado con un enorme lazo y una etiqueta de “Deseo que te guste” que había recuperado de un viejo paquete. Ella lo abrió con ansia, arrancando los lazos y rasgando el papel, y una expresión de pasmo y de disgusto se dibujó en su rostro al descubrir el corazón de raso:
“Vaya- le dijo- semejante envoltorio para un juguete de feria. Pensaba que sería algo más valioso”
 
Y dejó caer el almohadón al suelo para después darse media vuelta y dejarlo ahí, los ojos llorosos, absorto en la contemplación del corazón de trapo.

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