martes, 30 de julio de 2013





RECUERDOS DE LA FIESTA
 
De repente todos los pies me eran ajenos. Me hallaba inmóvil en mitad de la escalera, de noche y atrapada en un bosque de piernas de todos los tamaños y texturas, que no de todos los colores puesto que aquel era el día de la fiesta mayor, y donde yo vivo la fiesta se celebra en rojo y blanco. Aunque a mí me habían puesto el vestido de los domingos, que era rosa, de falda fruncida y con una abotonadura de florecitas de tela en la pechera. Y unos zapatos blancos con calcetines tejidos a mano y rematados por dos bolitas en la parte superior. Una princesita perdida entre el barullo de la muchedumbre, asustada y temerosa de aquella marabunta de voces lejanas y rodillas próximas, de rostros que no alcanzaba a vislumbrar, de gentes que pasaban a mi lado sin siquiera verme, que marchaban casi sobre mí, sobre mis pies, sin reparar en mi presencia.
No sabría deciros cuánto tiempo estuve allí, clavada y silenciosa, mirando hacia arriba todo el tiempo y sin que nadie me viera, buscando entre la masa arbórea de las copas de esos troncos un rostro conocido, una sonrisa, un rasgo familiar… Jamás en la vida he llegado a sentirme tan pequeña. Mi presencia, mi angustia, mis ardientes lágrimas no eran perceptibles sino para mí.
 
Rompí a llorar en un momento dado y alguien se acuclilló. Me preguntaron cuál era mi nombre pero yo no podía articular palabra. Era como si todo el desamparo que atenazaba mi alma se hubiera abierto paso desde mis pulmones en forma de torrente de gemidos y hubiese humedecido mis cuerdas vocales de tal forma que lo único que podían producir eran lamentos. Llegaron dos policías, me tomaron de la mano, me llevaron al cuartel y me compraron un helado que no quise probar. ¡Pobres! Ellos no sabían sin duda que lo que calma la angustia de una niña de cuatro años perdida entre el gentío no son dos agentes, ni un helado, ni la mesa del despacho de una comisaría. Lo que calmó mi angustia fueron las gafas de pasta y la camisa color mostaza de mi padre apareciendo por la puerta, arrojándose sobre mí, estrechándome en sus brazos y haciéndome, por fin, visible para el mundo.

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