domingo, 4 de agosto de 2013




AL FIN DOMINGO
 
¡Al fin domingo! Toda la semana trabajando como un esclavo y aquí estaba el domingo, su único día libre. Antes libraba también el sábado, pero desde que en la granja habían empezado con los ajustes anticrisis y los eres, no le había quedado otro remedio que tragar y trabajar más horas. O eso o a la calle. Y no estaban los tiempos para tonterías. Y más teniendo en cuenta que además de para sus gastos tenía que ganar para pagarle la pensión a su ex. Y al pequeño que habían tenido. Que, por cierto, hoy le tocaba pasar el día con él. No había salido muy bien parado en el juicio del divorcio. Ya le dijo su madre cuando iba a casarse que las leonas de la sabana tenían mucho carácter y que por qué no se buscaba una hembra un poco más mansa. Pero él adoraba a esa hermosa bestia de grandes ojos y redondas orejas. Incluso ahora, pese a tener que mantenerlos, a ella y al melenudo que se había instalado en su antigua casa sin que él pudiera hacer nada por evitarlo para calzarse a su ex mujer y llenar de pelos su sofá de piel de neozelandés.
 
Después de comer el pequeño le pidió que lo llevase al zoo. Le contó que en el cole habían estado hablando de las distintas especies humanas y quería verlas. Él le respondió que de acuerdo, pero que tuviera en cuenta que no se les podía echar comida porque ya se encargaban los guardianes del parque de alimentarlas, y que nada de molestarlas o de lanzarles piedras porque entonces llegaría el vigilante, los expulsaría y les pondría una multa.
Pagó las entradas (un pequeño capital para su maltrecha economía), compró un paquete de chucherías a su hijo y pasaron allí el resto del día, paseándose entre las jaulas y contemplando cómo las diferentes especies humanas comían, bebían, sesteaban, tomaban el sol o incluso fornicaban sin ningún pudor ante los escandalizados ojos de un grupo de viejas elefantas que, pese a todo, no paraban de tomar fotos del acontecimiento.
 
Era casi de noche cuando la sirena anunció el final del horario de visita. El pequeño refunfuñó un poco: le hubiera gustado quedarse un ratito más y ver cómo daban de comer a las personas, pero su padre le dijo que era un acto sumamente desagradable y por eso lo hacían a puerta cerrada, de modo que ambos se dirigieron hacia la salida lenta y perezosamente, contemplando a su paso cómo algunos de los cautivos descansaban ya, plácidamente. La escena de una madre acunando a su bebé llamó la atención del cachorrillo, que dijo a su padre con tristeza: “Qué pena, papá… nacer entre barrotes y pasar la vida encerrado en una jaula, sin hacer otra cosa en todo el día que comer y dormir, dejándote fotografiar como si fueras un fantoche, sin derecho a opinar o a rebelarte, sin ninguna libertad…”
 
No pudo responderle. Lo llevó a su casa donde lo esperaban su madre y el okupa que se la tiraba cada día y después volvió al cuartucho donde habitaba desde hacía varios meses. Consultó el reloj: eran las once y a las tres tenía que ponerse en marcha. Una semana más en la cadena de horarios y obligaciones en que su vida se había convertido. Se durmió casi al momento: soñó que corría tras una gacela, el sol en lo alto, la brisa alborotando sus crines. Majestuoso y arrogante. Una imponente fiera en libertad.

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