AL FIN
DOMINGO
¡Al fin
domingo! Toda la semana trabajando como un esclavo y aquí estaba el domingo, su
único día libre. Antes libraba también el sábado, pero desde que en la granja
habían empezado con los ajustes anticrisis y los eres, no le había quedado otro
remedio que tragar y trabajar más horas. O eso o a la calle. Y no estaban los
tiempos para tonterías. Y más teniendo en cuenta que además de para sus gastos
tenía que ganar para pagarle la pensión a su ex. Y al pequeño que habían
tenido. Que, por cierto, hoy le tocaba pasar el día con él. No había salido muy
bien parado en el juicio del divorcio. Ya le dijo su madre cuando iba a casarse
que las leonas de la sabana tenían mucho carácter y que por qué no se buscaba
una hembra un poco más mansa. Pero él adoraba a esa hermosa bestia de grandes
ojos y redondas orejas. Incluso ahora, pese a tener que mantenerlos, a ella y
al melenudo que se había instalado en su antigua casa sin que él pudiera hacer
nada por evitarlo para calzarse a su ex mujer y llenar de pelos su sofá de piel
de neozelandés.
Después
de comer el pequeño le pidió que lo llevase al zoo. Le contó que en el cole
habían estado hablando de las distintas especies humanas y quería verlas. Él le
respondió que de acuerdo, pero que tuviera en cuenta que no se les podía echar
comida porque ya se encargaban los guardianes del parque de alimentarlas, y que
nada de molestarlas o de lanzarles piedras porque entonces llegaría el
vigilante, los expulsaría y les pondría una multa.
Pagó
las entradas (un pequeño capital para su maltrecha economía), compró un paquete
de chucherías a su hijo y pasaron allí el resto del día, paseándose entre las
jaulas y contemplando cómo las diferentes especies humanas comían, bebían,
sesteaban, tomaban el sol o incluso fornicaban sin ningún pudor ante los
escandalizados ojos de un grupo de viejas elefantas que, pese a todo, no
paraban de tomar fotos del acontecimiento.
Era
casi de noche cuando la sirena anunció el final del horario de visita. El
pequeño refunfuñó un poco: le hubiera gustado quedarse un ratito más y ver cómo
daban de comer a las personas, pero su padre le dijo que era un acto sumamente
desagradable y por eso lo hacían a puerta cerrada, de modo que ambos se
dirigieron hacia la salida lenta y perezosamente, contemplando a su paso cómo
algunos de los cautivos descansaban ya, plácidamente. La escena de una madre
acunando a su bebé llamó la atención del cachorrillo, que dijo a su padre con
tristeza: “Qué pena, papá… nacer entre barrotes y pasar la vida encerrado en
una jaula, sin hacer otra cosa en todo el día que comer y dormir, dejándote
fotografiar como si fueras un fantoche, sin derecho a opinar o a rebelarte, sin
ninguna libertad…”
No pudo
responderle. Lo llevó a su casa donde lo esperaban su madre y el okupa que se
la tiraba cada día y después volvió al cuartucho donde habitaba desde hacía
varios meses. Consultó el reloj: eran las once y a las tres tenía que ponerse
en marcha. Una semana más en la cadena de horarios y obligaciones en que su
vida se había convertido. Se durmió casi al momento: soñó que corría tras una
gacela, el sol en lo alto, la brisa alborotando sus crines. Majestuoso y
arrogante. Una imponente fiera en libertad.
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