CUANDO
NO TE VIENE
Es
gracioso lo nuestro. Lo de las mujeres digo. Desde el momento en que tenemos
conocimiento, allá por los nueve o diez años (al menos en mis tiempos, ahora me
imagino que muchísimo antes) del cambio que se va a operar en nuestro organismo
una vez llegada la pubertad, nos pegamos meses soñando con cómo será todo,
esperando el gran momento de abandonar la infancia para adentrarnos por ese
apasionante y sinuoso sendero que lleva a la edad adulta y leyendo los
prospectos de las cajas de tampones de nuestras hermanas mayores como si en vez
de a la menstruación esperásemos a Brad Pitt vestido de mosquetero.
Pero de
eso nada. Una vez que descubrimos en qué consiste el tema, una vez que el gran
misterio nos es desvelado, una vez que pasamos nuestra primera semana postradas
en el sofá, llorando a moco tendido y atiborrándonos de chocolate y
analgésicos, de lo único que nos quedan ganas es o bien de volver atrás o bien
de avanzar unos cuarenta años, plantarnos en la menopausia y dejar que sea la
cigüeña quien se ocupe de los niños. Aunque los traiga de París y tengamos que
fundirnos una pasta en intérpretes.
De
hecho, yo creo que sólo hay un momento en la vida de una mujer en que ésta eche
de menos la llegada de “esos días”.
Y es
cuando no llegan.
Y es
que, lo que son las cosas, generalmente echamos pestes cada vez que ella se
presenta, fastidiosa e inoportuna, pillándonos por sorpresa y reventándonos esa
velada romántica que teníamos preparada desde hacía varios meses, o ese
maravilloso conjunto de ropa interior que acabábamos de estrenar, o ese fin de
semana de aventura, sesión de submarinismo incluida, en el que nos habíamos
fundido una pasta gansa. Pero ay de nosotras si no se presenta en el plazo
establecido, porque entonces la existencia se convierte en un sinvivir, en una
peregrinación de viajes al lavabo, en un mirar el calendario a todas horas, en
una hipocondría que nos produce náuseas y mareos a cada instante, en una
angustia permanente, en un no dormir, no comer, no pensar, en un ver pasar los
días como si nuestra vida se fuera a terminar mañana, en un ir, poco a poco y
sin apenas darnos cuenta, mirando de soslayo las vitrinas de las tiendas de
ropa infantil, o llorar viendo los anuncios de potitos, o entrar a la farmacia
a comprar un predictor y al final no atrevernos y salir con una caja de
tiritas… o mirarnos al espejo y vernos ojerosas y pálidas, o tener la impresión
de que la ropa se nos queda pequeña, o empezar a pensar cómo se lo vamos a
contar a él, cómo vamos a explicarle que resulta que aquella noche que le
dijimos que adelante, que no había ningún riesgo, igual sí que lo había. Y que
se han terminado las salidas nocturnas durante al menos los próximos diez años,
y que de lo del viaje a los Fiordos casi mejor que nos vayamos olvidando. Y al
final nos armamos de valor, lo hacemos sentarse en el sofá, le acercamos la
botella de Martini y lo soltamos, temblorosas como hojas, gimoteando y con un
hilo de voz “miracariñocreoquevamosaserpadres”. Y él, en vez de beberse el Martini
se va a la nevera y descorcha una botella de champán, y empieza a mandar
mensajes a todos sus contactos, y llama por teléfono a su madre, y no sabes muy
bien cómo te encarga un ramo de flores que te traen a casa casi en el momento,
y te lleva a cenar al restaurante más caro de la cuidad, y se pega la velada
eligiendo nombres y universidades, y por la noche te hace el amor con una
ternura que nunca jamás habías experimentado.
Y a la
mañana siguiente, cuando te levantas, descubres que sólo era un retraso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario