miércoles, 21 de agosto de 2013





EL MÁS POPULAR DE LA CIUDAD
 
Tenía el don de la ubicuidad y una energía inagotable. Era capaz de asistir a todos los actos a los que se le invitaba al tiempo que cumplía puntual y escrupulosamente con el desempeño de su tarea de encargado en un importante taller de la cuidad. Jamás se quejó si su jefe lo llamaba fuera del horario laboral para que acudiese a solucionar algún problema, ni siquiera aquella vez, en Nochebuena, cuando el generador se estropeó y pasó toda la noche en la nave, buscando primero un electricista y preocupándose después de echarle una mano y asegurarse, una vez solucionada la avería, de que todo funcionaba a la perfección.
 
Había sido en su juventud actor aficionado, cantaba en el coro y tocaba la bandurria, por lo que su presencia era obligada en galas benéficas, festivales navideños, concentraciones musicales y cualquier clase de fiesta o evento que se desarrollase no sólo en la ciudad sino también en la comarca. Amenizaba las fechas señaladas en la residencia de ancianos de la localidad, cantando, tocando y sacando a bailar a las viejecitas más tímidas y desdentadas de la institución. Acudía a albergues y hospitales para animar a los enfermos; se sentaba al borde de la cama y les contaba historias verídicas, según él, de personas que habían sobrevivido de forma milagrosa a males incurables. Colaboraba además con asociaciones ligadas a la desintoxicación de distintas dependencias como el alcohol o las drogas: uno de sus hermanos había sido adicto a la heroína y lo encontraron una noche muerto en un portal.
 
Y todo, excepto su trabajo, lo hacía desinteresadamente. No admitía recompensa alguna: decía que se daba por pagado con el reconocimiento y la sonrisa de las gentes; que él era un hombre sencillo, un hombre de bien que disfrutaba haciendo felices a los demás, alegrándoles la vida, alumbrando los sombríos rincones del alma en donde habitan la soledad y el desamparo.
 
Aquella mañana llevaba a la niña tomada por el brazo.  El móvil sonó justo delante de la puerta de la iglesia. La chica dio un respingo al escuchar el timbre y el color de su rostro se esfumó, tornándose su semblante más pálido que el vestido de nupcial encaje que le ceñía el cuerpo. Ese sonido era siempre presagio de abandonos, de parcas explicaciones, de acelerados “Me necesitan” antes de salir a toda prisa por la puerta, como aquél año en Navidad, cuando después de haber pasado toda la Nochebuena en el taller solucionando una avería para que su jefe pudiera cenar con su familia lo llamaron del convento de las capuchinas para que amenizase la comida a los ancianos y se marchó, dejándolos a todos sentados a la mesa.
 
Soltó a la joven para echarse la mano al bolsillo de la americana. Ella lo miró, angustiada, los ojos como brasas encendidas y le dijo en un susurro:

“No, por favor, papá, no contestes…
Hoy no…”
 


No hay comentarios:

Publicar un comentario