EL
VIEJO SOLDADO
Cuando
se conocieron ella era casi una niña y el había vivido ya mil vidas. Pero eso
no importaba, porque nada más verse sintieron que cada cual era lo que el otro
había esperado: él el hombre viajado y experto a través del cual ella conocería
los mundos a los que su inocencia y sus miedos le impedían asomarse y ella la
muchacha dulce y cándida que llenaría los huecos que la visión del dolor de las
gentes había dejado en su curtido corazón.
Pasaron
juntos una veintena de años. Él le contaba historias de sus viajes por países
lejanos, desmontando mitos y hablándole de culturas que pocos conocían.
Dominaba seis idiomas y conocía el vocabulario básico de un buen puñado de
lenguas. Sabía de los mitos y tabúes, de las leyendas que atemorizan a los
pueblos y de las divinidades a las que adoran. Que son a menudo, solía decirle,
la misma cosa. A veces él se despertaba en medio de la noche, los ojos en
blanco, quebrado su descanso por el punzante recuerdo de la guerra. Entonces
ella se pegaba a su cuerpo, en posición fetal, su espalda contra el vientre de
él, y él la apretaba fuerte contra sí, y sus pesadillas se deshacían el la
atmósfera de la habitación como lo hacen las volutas del humo en el ambiente
enrarecido de un café. Ella nunca quiso preguntarle por aquellos días
tenebrosos de los que él solo hablaba con soldados, cuando de vez en cuando
celebraba una cena y a los postres ellos hacían un grupo y ellas otro. Jamás
sintió la tentación de engañarlo con chavales más jóvenes y más próximos a su mundo
y a su edad que se acercaban de vez en cuando a pedir recomendaciones a su
esposo y cuyas insinuaciones siempre ignoró, manteniéndolas en secreto.
Él
murió un día, de viejo y plenamente lúcido tras una larga enfermedad. Ella era
joven aún. Joven y bella. No quiso aislarse ni guardarle luto porque él le
había pedido que por favor no lo hiciera. Tampoco quiso, como dicen ahora,
rehacer su vida porque él la había llenado hasta tal punto que estaba segura de
no ir a encontrar jamás un hombre capaz de reemplazarlo. Le quedó una buena
pensión, todo el dinero que él había ahorrado, la casa del pueblo y el piso en
que habitaba. Puso el caserón en venta, cubrió con sábanas los muebles del gran
apartamento y entonces sí, se fue ella sola a recorrer el mundo, a visitar los
países de los que él le había hablado tantas veces, a recorrer los caminos que
él le había descrito en tantas ocasiones. Y así siguieron los dos, por siempre
juntos…
……..
Hasta el momento del último viaje.
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