lunes, 5 de agosto de 2013




LA FLAUTA DEL ABUELO
 
No molaba nada el campamento deportivo. Le gustaba más cuando lo mandaban a pasar los veranos al pueblo con los abuelos y podía ir al campo con el yayo, que le dejaba jugar con las azadas y comerse los tomates a mordiscos, sin lavarlos, después de haberlos arrancado de las matas.
 
Este año su padre se había empeñado en mandarlo a una de esas colonias que organizan los clubes de fútbol importantes. Se lo dijo un día, a final de curso, cuando ya estaba seguro de que el chico aprobaría todas las asignaturas. Se lo anunció como el acontecimiento de su vida, como la oportunidad de oro para la que sólo unos pocos eran seleccionados. Su expediente académico, le comentó orgulloso, había sido fundamental para que lo admitieran.
 
Pues vaya una mierda, pensó el chaval, lamentando haberse quemado las pestañas durante todo el curso para sacar buenas notas y poder pasar el verano sin dar golpe en la casa del pueblo. E intentó explicarle a su padre que el fútbol no le interesaba, que él no había nacido para darle patadas a un balón, y que lo que realmente le gustaba era ir a pescar al río, y jugar con los gatos en el corral, y tocar la flauta de caña que su abuelo y él habían construido… porque lo que él quería era ser músico ambulante, y recorrer los pueblos en época de feria, y beber en las tabernas y comprar pan y chorizo con las monedas que la gente le entregase.
 
Su padre lo miró, sin atreverse a darle un tortazo, y acabó de prepararle la maleta mientras mascullaba entre dientes algo relativo a los cuentos del abuelo, ese loco que le estaba llenando de pájaros la cabeza. Asistió al maldito campamento donde no hizo otra cosa que perder el tiempo miserablemente.
 
Al año siguiente no aprobó ni una sola asignatura.


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