miércoles, 7 de agosto de 2013








LA TORMENTA
 
El día había amanecido gris y tontorrón, como una lógica reacción de las nubes al calor asfixiante de las jornadas anteriores, cuando el cielo se amohinaba a media tarde y al final no caían más que cuatro miserables gotas que no hacían sino recalentar el suelo y llenar el barrio de mosquitos. No faltaba, como siempre, el agorero, el abuelo de campo que decía que aquello pintaba mal, que al final había de descargar una tromba de las gordas que daría al traste con toda la cosecha “Una como la del 34, que dejó al pueblo aisláo y además fue con granizo y jodió todas las vides… y todo por desviar el río; que ya se sabe que a la naturaleza no se le pueden tocar los huevos”, repetía el viejo en la taberna. Y la respuesta era un coro de risas y una voz que decía “Déjese usted de predicciones que ya nada es como entonces… Ahora hay diques, y desagües… y bomberos, y servicios de protección civil… y por ese río bajan dos gotas de agua”
 
El cielo se fue encapotando poco a poco y por la noche no se veía ni una estrella. Soplaba un viento abrasador y recio y a eso de las dos de la madrugada se desató la tempestad: rugieron los truenos y el firmamento se abrió en dos, como el Jordán en tiempos de Moisés, dando paso a un diluvio que caía violento y desatado. En pocos minutos las calles se convirtieron en torrentes por las que corría el agua que el insuficiente cauce del río y los estrechos desagües eran incapaces de albergar, arrastrando a su paso todo lo que hallaba: contenedores de basura, sillas de terrazas, coches incluso…
 
Me despertó el estruendo de los vecinos gritando en la escalera. Los pisos inferiores estaban inundados y todos corrían en dirección a los más altos. Salí al rellano en camisón y pude comprobar cómo el agua iba ascendiendo, milímetro a milímetro, salvando los peldaños que conducían a mi casa. Y aunque intenté convencerme a mí misma de que era casi imposible que el edificio quedase anegado por completo, tuve miedo. Miedo de morir. Me invadió el pánico. No sé nadar. Llamé a los servicios de protección civil pero estaban colapsados. Tuve una crisis e intenté salir a la calle pero los vecinos me lo impidieron. Subí a la terraza, dos pisos más arriba, y me apoyé en la barandilla. No paraba, no parábamos de mirar al cielo en busca del atisbo de cualquier estrella, de un tenue rayo de la luna, de un levísimo claro en la negrura…De un anuncio, en resumen, de que aquella pesadilla se acababa. Pero el cielo no nos devolvió sino relámpagos y lluvia.
 
Al día siguiente en las noticias dijeron que la tempestad había durado cuarenta minutos.
 
Puede ser… A mí me pareció una eternidad.
 
 

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