DOMINGO
La
maldita alarma… Mierda. No es posible que sea ya la hora. Me giro y echo una
mirada a la pantalla. Y sí: es la hora. De pronto me doy cuenta de por qué
tengo tanto sueño. Porque me acosté a las tantas. Y si me acosté a las tantas
es porque salí. Y si salí es porque era sábado.
De
modo, me sonrío entre las sábanas, que hoy es domingo.
Y
respiro aliviada, y ronroneo a coro con el gato que se arrebuja perezoso tras
la almohada y me enreda los cabellos. Y me doy media vuelta y escucho el
acompasado ruido de la lluvia, y el ulular del viento. Y pienso (yo soy siempre
así de aguafiestas con la poesía) que menuda suerte haber nacido en esta parte
del planeta, donde tengo mi día de fiesta, mi casa calentita y mi mullido
colchón. Y le doy un zarpazo al gato que acaba de saltar sobre mi estómago para
recordarme que anoche no comí nada, tan fatigada estaba. Y me armo de valor y
de mi bata guatiné y salgo a la cocina, de donde vuelvo con un tazón de colacao
y unas galletas que comparto con mi Robin. Y llenamos la cubierta de pelos y de
migas y de manchones de leche chocolateada. Y le doy un bofetón a mi otro yo
que insiste en que me levante a por una esponja húmeda para quitar las manchas
antes de que queden cercos y me digo que qué demonios, que para qué existen los
productos químicos si no es para hacer desparecer la suciedad incrustada en los
tejidos. Y una vez he terminado coloco el tazón boca abajo sobre el plato, me
deslizo de nuevo entre las sábanas y arrastro mis pies hasta sentir el borde
del colchón, estirando los músculos perezosamente para después hacerme un
ovillo y colocarme en posición fetal, la cabeza cubierta por las mantas, y
cerrar los ojos dulcemente dejándome arrullar por el sonido del viento y de la
lluvia.
Hoy es
domingo.
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