LA
MÁQUINA DEL TIEMPO
Érase
una vez, en un país muy lejano, un científico obsesionado por la climatología.
Era tal su interés que llegó a tener los conocimientos y la osadía suficientes
como para inventar la máquina que podía no sólo predecir, sino también
modificar el tiempo.
La
probó en su jardín, un prototipo a mínima escala, y en pocos días comprobó que
funcionaba a la perfección. Por la noche tenía acceso a las predicciones del
día siguiente y podía modificar, si así lo deseaba, el transcurso meteorológico de la
jornada. Por ejemplo, y puesto que él sabía que la lluvia era necesaria, si al
día siguiente estaba prevista una tormenta para, digamos, las tres de la tarde
y él tenía invitados a comer en el jardín, programaba la tempestad para las
nueve o las diez de la noche, cuando ya sus amigos se habrían marchado.
Siempre, claro está, que no hubiera nada interesante en la televisión, porque a
él no le gustaba tener el aparato conectado durante las tormentas.
Por eso de
los rayos.
Una vez
hubo ensayado lo suficiente se dirigió a la oficina de patentes y registró el
invento. Después se puso a construir aparatos a gran escala y a ofrecerlos a
los presidentes de los países. En cuestión de unas semanas no daba abasto.
Sobre todo las zonas más afectadas por catástrofes naturales como huracanes,
monzones e incluso terremotos se interesaban en un descubrimiento que les
permitiría ya no prevenir, sino abortar las catástrofes que les azotaban con
frecuencia…
Pero
¡Ay!.. el ser humano nunca está conforme con su suerte, y la máquina que en
principio había sido concebida para regular el clima de un país e incluso un
continente entero comenzó a fabricarse a pequeña escala, y a venderse a
particulares caprichosos que tenían el suficiente dinero como para pagarla. Y
ahí empezó el caos, porque todo el mundo quería modificar la atmósfera a su
antojo, y si éste programaba sol porque su niña se casaba, el de al lado
provocaba lluvia porque acababa de terminar la siembra y necesitaba el agua
para sus cosechas. Y así el planeta se llenó de zonas umbrías y lluviosas que
de repente se trocaban en climas desérticos, y las gentes iban por las calles
sin saber a qué atenerse, y el verano y el invierno se convirtieron en dos
palabras cuyo significado nadie conocía, y las frutas no llegaban nunca a
madurar, y sólo llovía por la noche y de lunes a jueves, y nada más nevaba en
Nochebuena, y poco porque en cuanto el manto blanco empezaba a ponerse
resbaladizo salía un sol de justicia que derretía todo en un instante… Y las
agencias de viajes se fueron a la porra, nadie quería viajar con ese
descontrol…
Y la
situación se iba volviendo cada vez más y más caótica, de manera que el pobre
inventor no hacía sino lamentarse de su idea… Él no quería eso, nunca había
sido su intención. Había prevenido a los gobiernos de la peligrosidad de
permitir el acceso a su invención de gentes sin la preparación suficiente. El
ingenio, había advertido, debía ser utilizado con mesura y en bien de la
humanidad, y no de forma caprichosa y en beneficio propio…
Pero
nadie le escuchaba. Su discurso no eran sino las palabras de un viejo loco sin
ningún interés por el progreso. Y los dirigentes que hacía un tiempo le habían
abierto las puertas de sus despachos no estaban ahora dispuestos a dedicarle un
minuto de su tiempo...
De modo
que una noche sacó del desván el prototipo, que llevaba meses encerrado allí,
programó una aparatosa tormenta eléctrica y se sentó en el jardín, el televisor
encendido, a esperar la caída de los rayos.
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