miércoles, 13 de noviembre de 2013





LA MÁQUINA DEL TIEMPO
 
Érase una vez, en un país muy lejano, un científico obsesionado por la climatología. Era tal su interés que llegó a tener los conocimientos y la osadía suficientes como para inventar la máquina que podía no sólo predecir, sino también modificar el tiempo.
 
La probó en su jardín, un prototipo a mínima escala, y en pocos días comprobó que funcionaba a la perfección. Por la noche tenía acceso a las predicciones del día siguiente y podía modificar, si así lo deseaba, el transcurso meteorológico de la jornada. Por ejemplo, y puesto que él sabía que la lluvia era necesaria, si al día siguiente estaba prevista una tormenta para, digamos, las tres de la tarde y él tenía invitados a comer en el jardín, programaba la tempestad para las nueve o las diez de la noche, cuando ya sus amigos se habrían marchado. Siempre, claro está, que no hubiera nada interesante en la televisión, porque a él no le gustaba tener el aparato conectado durante las tormentas.
Por eso de los rayos.
 
Una vez hubo ensayado lo suficiente se dirigió a la oficina de patentes y registró el invento. Después se puso a construir aparatos a gran escala y a ofrecerlos a los presidentes de los países. En cuestión de unas semanas no daba abasto. Sobre todo las zonas más afectadas por catástrofes naturales como huracanes, monzones e incluso terremotos se interesaban en un descubrimiento que les permitiría ya no prevenir, sino abortar las catástrofes que les azotaban con frecuencia…
 
Pero ¡Ay!.. el ser humano nunca está conforme con su suerte, y la máquina que en principio había sido concebida para regular el clima de un país e incluso un continente entero comenzó a fabricarse a pequeña escala, y a venderse a particulares caprichosos que tenían el suficiente dinero como para pagarla. Y ahí empezó el caos, porque todo el mundo quería modificar la atmósfera a su antojo, y si éste programaba sol porque su niña se casaba, el de al lado provocaba lluvia porque acababa de terminar la siembra y necesitaba el agua para sus cosechas. Y así el planeta se llenó de zonas umbrías y lluviosas que de repente se trocaban en climas desérticos, y las gentes iban por las calles sin saber a qué atenerse, y el verano y el invierno se convirtieron en dos palabras cuyo significado nadie conocía, y las frutas no llegaban nunca a madurar, y sólo llovía por la noche y de lunes a jueves, y nada más nevaba en Nochebuena, y poco porque en cuanto el manto blanco empezaba a ponerse resbaladizo salía un sol de justicia que derretía todo en un instante… Y las agencias de viajes se fueron a la porra, nadie quería viajar con ese descontrol…
 
Y la situación se iba volviendo cada vez más y más caótica, de manera que el pobre inventor no hacía sino lamentarse de su idea… Él no quería eso, nunca había sido su intención. Había prevenido a los gobiernos de la peligrosidad de permitir el acceso a su invención de gentes sin la preparación suficiente. El ingenio, había advertido, debía ser utilizado con mesura y en bien de la humanidad, y no de forma caprichosa y en beneficio propio…
Pero nadie le escuchaba. Su discurso no eran sino las palabras de un viejo loco sin ningún interés por el progreso. Y los dirigentes que hacía un tiempo le habían abierto las puertas de sus despachos no estaban ahora dispuestos a dedicarle un minuto de su tiempo...
 
De modo que una noche sacó del desván el prototipo, que llevaba meses encerrado allí, programó una aparatosa tormenta eléctrica y se sentó en el jardín, el televisor encendido, a esperar la caída de los rayos.


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