domingo, 24 de noviembre de 2013




NADA MÁS QUE AGUA (VERSIÓN NÚMERO DOS)
 
Nada más que agua. Eso era lo que  pensaba. Era la primera vez que le regalaban flores. Bueno, que un hombre le regalaba flores.
Era la primera cita y él apareció con un bello rosal que ella colocó sobre la mesa del salón, bien visible y bañado de luz por todas partes. Más que nada porque aquél encuentro prometía una historia de amor de las que sólo se viven una vez en la vida y ella se había propuesto prodigar a la planta los cuidados necesarios para que su existencia fuera larga, bella y floreciente. Como ese incipiente y gran amor.
 
Tampoco era tan difícil, se dijo: al fin y al cabo es una planta. Sólo hay que regarla. Sólo eso. Ella había tenido dos gatos, un perro y un canario que habían muerto de viejos y en la actualidad convivía con un cocker de casi veinte años, que no está mal del todo para un can. Así que lo del rosal sería pan comido.
 
Lo regaba a diario y a la misma hora con agua del tiempo, ni fría ni caliente, que había dejado reposar para evaporar el cloro. Le hablaba y le ponía a Bach, que a elle le aburría un poco pero que era el músico favorito de su chico. Lo resguardaba de las corrientes y del calor excesivo, guisaba con la puerta de la cocina cerrada para que no le molestase el humo y hasta se salía a fumar a la terraza para no incomodarlo. Y dejó de utilizar ambientadores e insecticidas por si podían resultarle tóxicos.
En fin, que sólo le faltó comprarle una mampara como la de los quesos para protegerlo.
 
Pero de nada sirvieron sus cuidados porque poco a poco las hojas se fueron secando y cayendo, y el frondoso rosal se convirtió en tan sólo dos semanas en un triste sarmiento hincado en la maceta, como una bandera sin tela clavada entre las piedras de un desierto. Y ni los cuidados de su madre, que tenía un don especial para las plantas, fueron capaces de resucitarlo.
 
No se atrevía a confesárselo. Qué pensaría de saber que era incapaz de ocuparse durante quince días de una planta sin hacer que se pudriera. De modo que decidió, y puesto que él iba a venir a cenar aquella noche, comprar un tiesto idéntico y demostrarle así que su amor por él era tan grande que incluso el rosal se embellecía, permaneciendo como al principio, al verla tan feliz y enamorada. Claro que como no tenía tiempo de ir hasta la floristería les llamó por teléfono para ver si podían servirle a domicilio. Envió una foto del difunto tiesto y el propietario de la tienda le prometió que tendría el rosal en su casa en menos de media hora. Le pareció perfecto puesto que su chico llegaría en cuarenta y cinco minutos.
 
Acababa de salir de la ducha cuando sonó el timbre del portal: era el repartidor de la floristería. Salió a recibirlo de cualquier manera, con el albornoz y las pantuflas y una toalla enrollada a la cabeza. El chaval, un apuesto joven de veintipocos años, llegaba desfallecido, enrojecido y sudoroso. Había subido las escaleras de dos en dos porque el ascensor estaba ocupado. Se fue a por la cartera y lo dejó en la puerta, aún con las flores en las manos. Cuando volvió con el dinero se abrió el ascensor y apareció su novio, con un ramo de rosas, que se quedó de una pieza al ver al efebo sudoroso y aún ruborizado y  a su chica con el rosal entre las manos.
 
“Puedo explicártelo, cariño”- le dijo.


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