jueves, 31 de julio de 2014



EL RINCÓN DE LA BASURA

Él era nuevo en el barrio, y parecía no tener mucha idea de cómo iba todo aquello. Venía de un país extranjero, llevaba poco tiempo en la ciudad y no conocía las costumbres. En su casa lo habían metido todo siempre en cualquier bolsa y luego lo dejaban en un rincón de la calle. Y, con suerte, al día siguiente o a los dos días ya no estaba. O sí…

Ella era una experta militante. En todo. Moderna, feminista y más ecologista que Cousteau. Y con carácter. De modo que, pese a los casi dos metros de estatura del chaval, no se cortó un pelo y le montó una bronca monumental por depositar los desperdicios en el contenedor de forma tan poco apropiada. La verdad es que se pasó un poco, se dijo, cuando el chico se dio la vuelta y se quedó mirándola con cara de susto. Lo mismo era un ilegal y pensó que esa energúmena tenía contactos con extranjería y lo acabarían deportando por tirar una botella de cerveza al contenedor amarillo. Nunca se sabe.

Se retiró, dejando caer la bolsa, y la chica de acercó con decisión, agachándose al lado de la basura.
“Anda, ven, échame una mano y ya de paso te explico como funciona esto”. Y, ni corta ni perezosa, se lió a escarbar entre los desperdicios separando el plástico, el vidrio y los cartones y señalando al hombre el contenedor en que tenía que depositar cada material y explicándole el porqué de esta práctica.

Luego se despidió y se fue, balanceando su falda floreada y los bucles de su pelo.

Su vida ya no fue la misma desde entonces… sacar la basura se convirtió en el momento más deseado de la jornada. La espiaba desde su ventana. Todos los días hacía lo mismo; llegaba a casa, abría la puerta y entonces la luz de la escalera se encendía. A continuación era el apartamento de la chica lo que se iluminaba y, cuando las luces del piso se volvían a apagar (una ecologista que se precie no deja las luces encendidas ni durante una ausencia de dos minutos) y la escalera volvía a iluminarse era el momento. Él cogía todos sus desechos cuidadosamente clasificados, salía a escape, cerraba de un portazo y bajaba las escaleras de tres en tres para llegar al contenedor al mismo tiempo que ella. Al principio intentó ayudarla, cogiéndole las bolsas y levantándole la tapa. Pero ella era feminista, ya lo he dicho, y a una feminista no se la conquista con lindezas. Así que tiraban la basura y recorrían juntos los 20 metros de regreso a casa, hablando de simplezas… de cosas banales…

Un día él tuvo un accidente en el trabajo y tuvieron que llevarlo al hospital. Y ella se dio cuenta, al llegar al punto de encuentro, de que lo echaba muchísimo de menos. Y con el paso de los días y la persistencia de su ausencia empezó a preocuparse. Pero no conocía ni su nombre, no tenía su teléfono. Y nadie en el vecindario le supo decir nada porque era un hombre muy reservado.

Al cabo de dos semanas, al volver a casa, vio luz en su apartamento. Se puso un vestido transparente, se arregló el pelo y se perfumó un poco antes de coger las bolsas. Pero él no estaba allí. Al volver lo vio… caminaba despacio, con muletas, la basura colgando de cualquier manera. Corrió hasta él, le cogió las bolsas y lo acompañó hasta el rincón. Allí, una vez depositados los desechos cada uno en su lugar, se colocó frente a él y le echó los brazos al cuello. Y le dijo que lo había echado muchísimo de menos.

Y se besaron por primera vez… en el sucio rincón de la basura.

#SafeCreative Mina Cb

No hay comentarios:

Publicar un comentario