miércoles, 11 de febrero de 2015



LOS SANCHESKI

Fuimos niños suicidas. Bueno, más bien niñas, porque lo de los patines era cosa de chicas. De hecho, puede que fuese la única disciplina lúdica en que a las chicas nos dejaban ser más burras que los chicos. Que ya era serlo...

Los patines Sancheski eran como las inyecciones de la hepatitis: una experiencia brutal para la que no existía anestesia posible. Ni cura. Salvo la mercromina, que mi madre usó a ríos para sanarme las brechas que me hacía cuando daba con mis rodillas en el pavimento. Y es que la chavalería de mi generación debería haber nacido con cremalleras en las articulaciones. Tal era el gasto en tiritas y mercurocromo a que sometíamos al presupuesto familiar.

Lo de los patines tenía, cómo no, un pequeño rito iniciático. Una etapa del quiero y no puedo donde el “monitor” (en mi caso mi hermana) regulaba con esa llave metálica cuyo uso estaba prohibido a los principiantes uno de los patines hasta dejarlo a tu medida, te lo colocaba, atándote las hebillas de las correas dispuestas en cruz y preocupándose de que el extremo no quedase colgando, con el consiguiente riesgo de engancharse entre las ruedas y provocar un accidente, y luego te iba dando las instrucciones pertinentes acerca de cómo girar, reducir o acelerar. Lo de frenar era otro tema, puesto que los modelos más antiguos (y los míos lo eran) no tenían esas pequeñas ruedecillas delante a las que, con una enorme dosis de irresponsabilidad, los fabricantes llamaban “frenos”. De modo que, una vez pasado el período de aprendizaje y ya sobre dos patines, lo que hacíamos todos era poner los brazos estirados hacia adelante en plan Boris Karloff haciendo de Frankenstein y frenar contra lo primero que se nos presentaba: un coche (parado o en marcha), un muro, un vecino, otro patinador… en fin… cualquier cosa.

Los patines Sancheski eran patines-patines. O sea de kamikaze. De hierro, con sus cojinetes que se iban desprendiendo con el uso haciendo oscilar el conjunto peligrosamente y unas arandelas abombadas que acababan oxidadas y llenas de bollos. Por no hablar de las ruedas, que con el desgaste se iban convirtiendo en metálicas esferas casi cúbicas de aristas redondeadas y desiguales las unas con respecto a las otras. Entonces sí que tenía mérito rodar con esos dinosaurios mutantes sin partirse la crisma… que ahí me gustaría ver a mi a los tiparracos esos que bailotean en las pistas de hielo al ritmo de Chopin. Que así cualquiera mantiene el equilibrio.

Claro que a nosotros el riesgo nos ponía. Es más, montábamos en cólera cuando alguien nos proponía cambiar nuestros zapatos metálicos por una de esas mariconadas que acababan de salir al mercado y que llevaban unas ruedas rojas a caballo entre la goma y el plástico. Y que no hacían ni la mitad de ruido. Sobre todo al caerte. Porque las chufas con los Sancheski eran de órdago a la gorda. Que tú estabas en el suelo, de espaldas y con las patas para arriba, como las cucarachas, y cuando llegaba tu madre a la media hora a ti no habían podido levantarte pero las ruedas seguían rulando todavía. Y con ese chasquido, ese chinchinchin característico que se quedaba flotando en el aire mientras los circulillos giraban delante de tus ojos, maliciosos, como diciendo “Mira… yo aún funciono y tú no”. Y tu madre gritándote que le ibas a quitar la vida, y desabrochándote las correas casi incrustadas al tobillo (porque no todo el mundo las llevaba cruzadas, como debía ser), y las ruedecillas a lo suyo, chinchinchin… mientras toda la chavalería hacía pasillo en medio de un silencio sepulcral a tu triunfal desfile, las rodillas ensangrentadas, altiva y orgullosa, rumbo a casa, donde te esperaban la esponja, la mercromina, el agua oxigenada y una bronca del quince por empeñarte en seguir usando esos patines en vez de ponerte los “en línea” que te había traído tu tío el de Alemania.

#SafeCreative Mina Cb

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