sábado, 11 de julio de 2015



TERRAZAS

Me gusta tomarles el pulso a las ciudades desde la terraza de un bar. Y sola si es posible, de forma que la conversación no entorpezca mi labor de espionaje. Me gusta callejear por los lugares que no conozco y, a última hora, buscar una terraza bien situada y dejar caer en ella mis fatigados huesos. Aunque me crucifiquen con la cuenta, qué vamos a hacerle. Me gusta, en primer lugar, observar la reacción de camareros y clientes al ver llegar a una mujer sola y que no espera a nadie. Creedme si os digo que las reacciones cambian de un lado a otro. A veces incluso hay quien se te sienta el lado, como si fueras un alma en pena que no tiene quien la quiera… O como si tu novio te hubiese dado plantón. O como si te hicieran daño los zapatos y no te quedase más remedio que dejarte caer ahí para exhibir tu desamparo ante todos los viandantes.

Se ve pasar la vida desde las terrazas. Miro a mi alrededor, a las mesas contiguas, y escucho a padres que riñen a sus hijos por negarse a permanecer sentados mientras ellos charlan animadamente. Y me hace gracia, porque eso es como prohibirle a un niño que sea niño, o sea intentar hacer que asuman comportamientos de adulto cuando los chavales quizá intuyen que ya les va a sobrar tiempo en el futuro para obedecer y para estarse quietos.
Miro también a las parejas amarteladas. Eso sí, con disimulo. Y me imagino sus historias: acaban de conocerse y están de escapada romántica; tienen pareja y son adúlteros; se reconcilian tras una pelea…. Claro que me interesan más aquellas cuya actitud denota que les quedan dos telediarios. Y es que cuando una ya ha bregado lo suyo es capaz de adivinar las futuras catástrofes a través de pequeños detalles como observar que uno de los dos, o ambos, se quejan de todo, que apenas se dirigen la palabra o que no se miran a los ojos al hablarse.

Y después la gente: las vidas que discurren delante de las mesas: paseantes cargados de bolsas, currelas con maletas de herramientas, policías urbanos, familias, grupos de amigos… Personas a las que yo no conozco y que podrían morir mañana sin que me enterase. Y sin que me afectara lo más mínimo. Eso o encontrar al amor de sus vidas por internet, y al cabo de un mes largarse a vivir a la otra punta del planeta. Y ser felices para siempre.
Me llaman la atención, sobre todo, los más pequeños. En lugares con playa, por ejemplo: la normalidad con que se lavan los pies al salir de la arena, ellos solos, sin que nadie se lo diga. Lo han visto hacer a los adultos y así lo hacen. Sin más. De la misma forma que los niños de Pamplona se atan un pañuelo rojo al cuello el seis de julio. Porque así debe ser. Y me invento también las vidas de esos chiquillos inocentes que aún no han empezado a emborronar el calendario, a equivocarse de carrera, a hipotecarse, a llorar a causa de una injusticia. Personitas para las que todo está por construir y que ahora corretean, felices, deslizando unos segundos inacabables de su infantil existencia delante de mis ojos, mientras pienso que ojalá en esta vida todo fuera tan fácil como lavarse los pies sucios de arena.

#SafeCreative Mina Cb
Imagen: Obra de Manel Anoro

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