viernes, 1 de enero de 2016



DOS MIL DIECISÉIS

Cuando era niña le tenía un poco de manía al uno de enero. Me daba la sensación, no sé, como de desamparo. De fin del mundo sin plan de evacuación. De cámara de fotos sin libro de instrucciones.
Más tarde, y durante los años de la adolescencia, el primero de año se convirtió en el acabóse, en la hecatombe, en un chernobyl intestinal y un tsunami en las volutas cerebrales. Una pequeña muerte que se sucedía delante de las bandejas de langostinos, la cabeza casi sobre el plato mientras los esquiadores se deslizaban por el infinito y los músicos vieneses tocaban no sé qué marcha ruidosa.
Una vez alcancé la vida adulta este día se erigió como el monumento a la basura y la tristeza: calles vacías en las que el viento formaba remolinos con los serpenteantes montones de virutas de papel. Vasos de plástico astillados. Botellas rotas y vomitonas en las cuales se podía adivinar el menú de la velada.

Me ha costado varias décadas aprender a valorar el significado de este día; despojarme de mil prejuicios, un centenar de miedos a lo desconocido y unas cuantas resacas de caballo para llegar a la conclusión de que no hay nada más apasionante que tener, cada trescientos sesenta y cinco días, la posibilidad de comenzar de nuevo.

Sed felices.

#SafeCreative Mina Cb

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