martes, 7 de junio de 2016



EL ÁTICO DE PENÉLOPE

El día que le puso delante la solicitud de divorcio estuvo a punto de darle un beso de tornillo de los que acaban en alarido orgásmico. Pero se contuvo no vaya a ser que él se echase para atrás. Hasta hizo un poco de teatro y le preguntó, llorosa, que porquéporquéporqué para luego llamar a una amiga y quedar en irse juntas a la playa el finde y dejarle a él en casa con los críos. Como terapia desde luego.
Y él tan feliz de perderla de vista de manera oficial. Porque de manera extraoficial se habían perdido el rastro el uno al otro desde hacía varios meses. Años quizá. Y luego que ella era una de esas chicas que jamás deberían haberse casado. Ni tenido hijos. Una adolescente irresponsable para la que el tiempo no pasaba más que en el reloj. Y que aprovechó la carta blanca para desmelenarse, empezar a hacer vida de soltera, buscarse un ático monísimo con una terraza enorme y en el mientras tanto, y ya con la custodia compartida decretada por el juez, emplumarle a su ex los tres retoños a la espera de que su nueva residencia, que estaba un tanto ruinosa y desconchada, se convirtiese en un lugar habitable para ella y los chicos.
La verdad es que las obras fueron rápidas. En un principio al menos. Pero en el momento que la alegre divorciada cambió la posada de mamá por el piso de una amiga tan descerebrada como ella a los albañiles los invadió la galbana más preocupante. El día que no faltaba cemento faltaban azulejos, y el que no se iban de puente. Y aún fue peor cuando entraron los gremios en escena, porque aquello se convirtió en un guirigay: el fontanero era de Jerez, el electricista árabe, el pintor vasco, el de la fibra óptica rumano y el escayolista catalán. Y casi se tenían que entender por señas. Y no hacían más que pifiar cada uno el trabajo de los otros, que aquello parecía una viñeta de Pepe Gotera y Otilio arreglando el tejado de la Rúe trece del Percebe. Y una vez acabaron llegó la cruz de la mudanza, que la hizo en un Smart y en ratos libres. Y echando mano de cualquier amigo, de forma que en el coche todavía quedaba menos sitio. Y cuando al fin acabó se fue al Ikea a por los muebles y por poco no se los llevan a casa. Y luego se empeñó en montarlos ella, que no había sido capaz ni de armar las sorpresas de los Kinder de los críos. Y se empezó a quejar de que le faltaban piezas. Y demandó a la empresa. Y como necesitaba pruebas para el juicio pues no podía armar los muebles hasta después del mismo, no vaya a ser que pensaran que mentía.
Han pasado tres años. Perdió la causa y está con alegaciones. Dice que si en unos meses no le dan la razón acaba de ensamblar el mobiliario y ya se instala. Lástima de los chicos, que no podrán vivir con ella porque el pequeño acaba de terminar el bachiller y el curso que viene ya se va a Salamanca, al piso de un hermano que también estudia allí.
El otro anda de Erasmus por Hamburgo.

#SafeCreative Mina Cb

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