miércoles, 17 de agosto de 2016

 



TUS AMIGOS NO TE OLVIDAN

Esta mañana me he acercado a verte. No ha sido intencionado. Bien sabes que me gustan poco esas visitas. Y no por aprensión sino porque soy de las que piensan que a los seres queridos se los lleva pegados al alma para siempre mientras que el resto se convierten en cenizas diluidas en el viento.

Creo que debería ir más al cementerio. No por las presencias que allí se representan sino por la paz. Por esa paz nostálgica y callada que se esparce entre sus laberintos de marmóreas cruces o que recorre sus monótonos pasillos de granito negro salpicado de fotos y doradas inscripciones y que describe lo despiadado de la vida. De la muerte más bien: ese misterio gris que nos arranca de los brazos a quienes más amamos sin dejarnos a veces ni el triste consuelo de una despedida. Me he dado cuenta de ello mientras llegaba hasta el nicho de papá. Y he pensado cuántas de esas vidas acabadas se habían quedado a medio hacer: cuántos hijos pequeños, cuántos proyectos en el aire, cuántas ilusiones que jamás serán. Cuántas preguntas sin respuesta.
Papá (aún no había ido a visitarlo) tiene un retrato como a lápiz y una inscripción machadiana que yo elegí. No hay cruces ni alusiones a los dioses. Porque ya teníamos bastante dios con él, que nos había enseñado todo lo necesario para pensar y desenvolvernos por nosotros mismos. Me ha impactado verlo ahí, y no en la sillita de ruedas como en los últimos tiempos, pero aún así lo he saludado con un “Hola, papi” y una sonrisa. Que es lo que hacía cada día cuando llegaba a verlo. Y le he dicho que lo quería una vez más. Y le he dado las gracias. No le he contado de mi vida, que seguro que la ve. Solo le he dicho lo profundo, porque cuando uno está flotando por el aire pegado a tu cogote (que es lo que él hace todo el tiempo) no hace falta decirle nada más. Te quiero y gracias. Y el resto son bobadas. Porque ya hemos tenido tiempo de decirlo todo. Y de quitarnos la pena con abrazos y con besos, que son el único consuelo que nos queda: ese calor que dejan los abrazos en el interior cuando traspasan la piel y llegan hasta el corazón, y se acomodan ahí, luminosos y cálidos, destilando bondad y protegiendo al alma del dolor y la tristeza.

Tras despedirme de papá me he llegado hasta el lugar en el que tú descansas. Es curioso; mi sentido de la orientación hace que siempre me pierda en esos bosques de vírgenes y santos, pero sin embrago puedo llegar hasta tu tumba a ciegas. Siempre. Llevo años visitándote. De vez en cuando. Voy y me siento y lloro. Como hoy. Lloro por lo absurdo. Por lo injusto. Por lo temprano. Y pienso, una vez más, que si alguien me diera la oportunidad de salvar a alguien te salvaría a ti. Porque tenías mucho por hacer. Tal vez por eso asumí la responsabilidad, cuando tú partiste, con veintitrés recién cumplidos y dos días antes de que yo inaugurase la veintena, de cargar con tu espíritu y dejar que vivieras desde mi interior. Y que vieras el mundo con mis ojos. Entonces yo no creía en nada. Ahora es distinto y creo en la energía. Y quiero creer que tú partiste de tu cuerpo aquel seis de diciembre del ochentaiséis y te quedaste levitando por ahí hasta que encontraste otra vida en la que reencarnarte. Y que puede que alguno de estos jovenzanos que a veces tocan mientras yo recito estén hechos de tu esencia. Y que me veas a través de ellos. Aunque no seas capaz de conocerme. Ni yo a ti. Son esas cosas que a veces se me ocurren cuando voy a verte y la rabia me deshace el corazón porque te sigo extrañando a cada instante. Y porque no lo entiendo. Y me quedo mirando con los ojos vidriosos la losa blanca, y el pequeño libro con tu foto y una rosa tallada y la inscripción “tus amigos no te olvidan”.

Y pienso que jamás nadie ha escrito tal verdad.

#SafeCreative Mina Cb
Imagen: Cementerio rumano de Sapanta

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