viernes, 11 de noviembre de 2016

 



HORMONAS

Yo no sé por qué las transiciones biológicas tienen que ser tan agresivas. Los científicos dicen que olvidamos el nacimiento debido al sufrimiento que conlleva. Y no me extraña, porque eso de pasar de un medio líquido y templadito donde te dan de comer con una sonda sin que tú tengas que hacer ningún esfuerzo y en el que no hay que currar ni ir al cole ni planchar la ropa a una atmósfera gritona y seca donde los primero que hacen en cuanto asomas la nariz es darte un guantazo y después ponerte un preservativo en la cabeza tiene que ser para crearte un trauma de por vida. Será por eso que la memoria le echa neuronas por encima y hala, lo arrincona ahí, lejos, para que no empieces el camino fundiéndote en psiquiatras el fondillo que tus papis guardan para mandarte a la universidad.

La muerte, sin embrago, dicen que es otra cosa y que no duele. Pero lo cierto es que a nadie le apetece comprobarlo. Aquellos a los que ha rondado dicen que se ve una luz blanca y celestial que hace que todos los males se esfumen. Y que uno va como flotando y que el tránsito es una especie de nirvana del que no dan ganas de salir. Y que por eso no vuelven. Y a lo mejor es cierto porque yo tengo un amigo que lo narra así. Claro que al ser culé se puede comprender por qué dio media vuelta cuando apareció la luz blanca (el chiste no es mío, ya me gustaría; se le ocurrió a un hincha de la competencia) y decidió, por fortuna, seguir entre nosotros.

Luego ya, y a nivel secundario, están los cambios relacionados con la reproducción. El primero es la llorosa y descerebrada adolescencia, que en los chicos no sé, pero lo que es en nosotras, y por mucho que se idealice, es un puñetero caos. Te empiezan a crecer cosas que antes no tenías y todo el mundo te habla de la regla, que es una cosa que en principio te parece fantástica porque los anuncios de compresas son la hostia pero que, una vez que te pasa, te das cuenta de que es mayor marrón del mundo mundial. Porque te retuerces de dolores que no se te van con nada y, además, te llega siempre cuando tienes algo trascendental entre las manos. Citas importantes sobre todo. Después el cuerpo tiende a estabilizarse y es entonces cundo empezamos con los anticonceptivos, que lo vuelven a poner todo patas arriba. Y cuando ya piensas que nada puede ser peor llega el embarazo y las hormonas se desbocan y lo que siempre te había sentado bien te sienta como un tiro, y te sube el azúcar y te baja la tensión y se te hinchan las piernas y te salen estrías y un montón de cosas más. Que piensas que van a arreglarse con el parto pero no; porque el periodo de lactancia tiende también (y nunca mejor dicho) a ser la leche, tanto física como anímicamente. Sobre todo si lo acompaña uno de esos episodios de desazón existencial en los que la mujer no se halla a sí misma ni con un gps de la Nasa.

En fin, que cuando ya los críos son mayores y tú les has cogido cariño a los bajones cíclicos y a la terapia del chocolate y los abrazos y vives feliz como una perdiz, llega la menopausia, que es como una segunda pubertad pero sabiendo que te queda menos vida; esto es, empiezan a olerte las axilas como a los quince, te pones a llorar en cualquier parte y por cualquier motivo y montas broncas sin ninguna explicación. Sólo porque sientes que el mundo ha decidido aliarse contra ti. La regla deja de venirte cuando tienes en el armatito del baño dos cajas de tampones que acabas regalando porque, al cabo de un año, piensas que ya no las vas a necesitar. Y justo cuando acabas de conocer a un tipo de lo más interesante y te dispones a escaparte con él a Nueva York una semana, y en pleno vuelo transoceánico, empiezas a sangrar como un lechón y a sudar como un beduino. Y nuevamente los planes al carajo. Lo mismito que a los quince.

¡Jodidas hormonas!

#SafeCreative Mina Cb

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