miércoles, 30 de noviembre de 2016

 



LISBOA

Lisboa tiene el color de los lienzos de Chagall: azul oscuro, gris difuminado y amarillo desvaído. Es una cuidad en la que el tiempo se detuvo antes de Maastricht, del euro y de la amenaza terrorista. Un lugar al que huir sin planos ni wifi. Ni siquiera palabras para preguntar en dónde estamos. Una cuidad que te deja mudo de asombro y de admiración. Que te pone en tu sitio y te devuelve al tiempo de la calma y el respeto hacia los otros, de los comercios que cierran a una hora razonable, de los bares en los que el camarero se acerca a la mesa y pregunta al cliente, con una amble sonrisa, si todo está bien para que entienda que ha llegado la hora de irse a casa. Es piedra y humedad en las paredes, brillante adoquín desordenado, colorida tesela narradora, muestrario inacabable de pieles y miradas, babel de músicas y acentos, de cabezas afro y chavales con moñito, calmo paseo de ancianas con bolso y zapatos de tacón cuadrado, inacabable romería de turistas hechizados por la magia de su azulejado barrio alto, nutrido zoco occidental de telas, dulces y conservas que nos miran desde los escaparates de añejos establecimientos de grandes cristaleras y recios mostradores.
Es tantas cosas que uno ha de vivirla desde la retina, sin malgastar un instante en intentar atrapar en un objetivo su belleza, atento a todo, sin otro propósito que el de bebérsela entera con los ojos, sin pestañear, sin distraerse, con devoción y entrega, del mismo modo que se contempla una puesta de sol o el vuelo de una mariposa: con la convicción de que, al menor descuido, podemos perdernos cualquiera de esos matices que la convierten en la cuidad en que uno quisiera quedarse para siempre.

#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Jose Antonio Tantos Montejo

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