viernes, 25 de noviembre de 2016

 



THE SHOW MUST GOES ON

Terminaba el 91 y España se afanaba en preparar los fastos del año de gloria cuando nos sorprendió el fallecimiento de la Reina. Era invierno y las últimas imágenes nos mostraban a un Mercury vencido y cadavérico que dejaba como testamento “The show must go on”, un tema que se daba de narices contra toda aquella moralina que envolvió a su enfermedad y más tarde a su muerte, anunciando que la recién llegada plaga no era sino un castigo que Dios, como hizo antaño, enviaba a los perversos sodomitas.
Pero de nada sirvió. Ni la satanización del mal ni esa inyección de miedo que a todos nos metieron y que acabó de forma radical con la liberalidad de costumbres hasta entonces imperante. El sexo, la droga y el roncanrol son tres sustancias demasiado atractivas y excitantes como para que la muerte, presente por otra parte en la vida de cualquiera de nosotros, pueda hacerlas desaparecer de la mente de la humanidad.
Mercury, eso sí, fue el primero que nos puso los pies en la tierra en cuanto a que estas cosas le pasan a cualquiera. Y que nada puede hacerse cuando la fatalidad te toca el hombro y te dice “Tú y ahora”. Y que adiós muy buenas y con lo vivido que te quedas. Se oyó y se leyó mucho acerca del cantante. Incluso en la era pre-redes sociales circuló por ahí un power point que narraba la historia de un niño que descubría durante la adolescencia a un amor que lo acabaría llevando a la tumba. Al término del documento, de una ñoñería prediabética, se desvelaba la identidad de (la) niña de los ojos de Alfredito: la cocaína. De este modo, una vez más algún listillo amigo de difundir buenas costumbres trataba de demonizar a su majestad el rock and roll sin saber que, ni era el primero en intentarlo, ni había exorcista en el mundo capaz de despojar a la música de su pecaminosidad.

Tuvo la osadía de saber cantar. Y muy bien además. De tocar el piano, que es algo que no le pega nada a una estrella del pop. De hacer rock sinfónico, que se supone que debería haber puesto los pelos de punta a los más duros. De atreverse con la Caballé, que tendría que haber sido demasiado pija para un tipo como él. De disfrazarse en escena de reina, siendo hijo de la Gran Bretaña. Y de reconocer, confesar y hasta exhibir su homosexualidad del mismo modo que otros artistas se jactan de su faceta donjuanesca.
No creo (y esto es una opinión personal) que en los últimos momentos se arrepintiera, como dicen algunos, de todos los “errores” cometidos. Ni creo que se lamentase de haber vivido con tanta intensidad como para agotar, en solo 45 años, el bagaje existencial que el resto no acumularíamos ni en varias vidas. Prefiero pensar que partió con la cabeza alta, consciente de haber pagado el elevado precio que la fama le había exigido y que él aceptó, sin titubeos, el día que decidió entregar al mundo su talento.

#SafeCreative Mina Cb

No hay comentarios:

Publicar un comentario