martes, 7 de noviembre de 2017

La imagen puede contener: 5 personas, personas sonriendo, personas de pie y sombrero 



LOS MÍTICOS INGALLS

“Taaaa♪raaa♫raaaa♪raaaa♫raaaa♪♪♪ raaaaa♪raaaa♫raaa♪raaa….”

La música sonaba. Al fondo de la escena se dibujaba el carromato tirado por dos caballos donde papá y mamá saludaban sonrientes al sol de la mañana. Las hermanas Ingalls corrían tras su perro por el prado en blanco y negro: faldas floreadas y miradas cándidas: primero Laura, la protagonista, con sus trenzas y esa sonrisa picarona adornando su pecoso rostro; luego Mery, la mayor y por tanto la más responsable, con sus rubios cabellos sueltos y luchando por mantener el equilibrio porque lo suyo era más el estudio que la vida silvestre, y más tarde Carrie, la pequeña, viva muestra de que el hombre (en este caso la mujer) puede tropezar en la misma piedra todos los domingos a la misma hora.

Eran los Ingalls una familia feliz y desgraciada al mismo tiempo. Feliz porque se querían, porque tenían un techo bajo el que cobijarse y un Dios que velaba por ellos. Y amor. Mucho amor: los Ingalls se amaban entre ellos, amaban a sus caballos, amaban la tierra donde sembraban sus cosechas, amaban los árboles que talaban para construir sus casas, amaban al río donde pescaban truchas… amaban incluso a la señora Oleson, y a su odiosa Nelly, ese niña repipi con tirabuzones que iba siempre endomingada y a la que Dios utilizaba para poner a prueba a Laura Ingalls, que no acababa de asimilar eso de amar a los enemigos, poner la otra mejilla o perdonar hasta setenta veces siete.
Pero, pese a esa capacidad de amar que se les salía a los Ingells hasta por los agujeros de las desgastadas suelas de los zapatos, y a los desvelos que el buen Dios tenía para con ellos, la verdad es que a los pobres les pasaba de todo. De hecho, en el episodio piloto, que contaba su llegada a las verdes praderas, recuerdo que, una vez instalados en una casa que Charles y Caroline habían construido con sus manitas, una banda de apaches llegó en plena noche, prendió fuego a la barraca y ya de paso asoleó las tierras de labranza que la familia acababa de sembrar. Pero el buen hombre no se amilanó, ni se enfadó, ni guardó rencor a los pieles rojas, sino que más bien lo tomó como una prueba del señor y se puso manos a la obra: construyó otra casa, preparó de nuevo las tierras y las volvió a sembrar, sin dejar de dar gracias al Altísimo en todo momento porque los salvajes no habían hecho ningún daño a su familia.

Claro que a esa cosecha perdida seguirían muchas otras: y es que aún no se habían inventado los seguros agrícolas. Ni los médicos. De modo que cuando el doctor Baker les comunicó que la dulce Mery se estaba quedando ciega el pobre Charles tuvo que rascar dinero de donde no lo había. Y es que tampoco se habían inventado los maratones benéficos, así que la pasta para llevar a la niña a un médico de la ciudad la tuvo que sacar de donde pudo…
¡Y qué intriga y qué sinvivir pasamos todos…! Que yo creo que hasta le pregunté a mi madre adónde podía mandarles las cinco pesetas de la paga, si a la tele o a su casa en la pradera.

Pero ese Dios de los Ingalls era de una inclemencia que te rilas y de nada sirvieron mis llantos ni los de todas mis amiguitas: la pobre Mery se quedó más ciega que el Serafín Zubiri. Pero como era una Ingalls le echó un par de narices y estudió magisterio, y se casó y se dedicó a ocuparse de atender a otros niños ciegos. Y eso que la Once tampoco se había inventado todavía.
Entretanto, su díscola hermana seguía pescando truchas, revolcándose por el suelo en violentas peleas con los chiquillos del lugar y corriendo por el prado con su gorro con visera y su lecherita colgando del costado. Cada domingo a las cuatro durante años.

Hasta que un día también se hizo maestra, dejó de pescar en el río, cambió las trenzas por un moño bastante complicado, se echó novio, se casó y perdió ese aire de marimacho que a mí me había gustado siempre tanto…

#‎SafeCreative‬ Mina Cb

No hay comentarios:

Publicar un comentario