jueves, 21 de diciembre de 2017

 


SOLSTICIO

Antes me gustaba mucho la Navidad. Montaba el belén y el árbol y me llevaba un sofocón del quince cuando veía a los operarios retirar las luces de las calles. Llenaba la casa de talabartes y me ponía nerviosa el día 24. Me tragaba el especial de Nochevieja de principio a fin y me parecía una tragedia griega que alguno de mis hermanos faltase a esa cita ineludible porque estaba con la familia del consorte.

Pero la Navidad es como la nieve virgen, que se va ensuciando conforme la pisan, y ciertos días entrañables se acabaron convirtiendo en circunstancias de costumbre. No suele haber culpables en esas situaciones. Es más, creo que la responsabilidad es un poco de todos, que pedimos demasiado. Insistimos en que ciertos días sean perfectos y esto nos genera una ansiedad que acaba produciendo el efecto contrario al deseado. De hecho, las fechas señaladas son las más propicias a la decepción. Es por ello que yo, personalmente, hace algún tiempo que dejé de celebrar la Navidad. Pese a que me parece hermosa. Y a que me encanta ese ambiente que se forma por la calle. Y a que soy consciente de que es la única época del año en que puedo ver a algunos amigos que, de no existir estas fiestas, ya no se acercarían por aquí. Pero el invierno me disgusta por su carácter huraño y por la falta de luz. Y no hay Navidad capaz de cambiar ese deseo de ovillarse y esconderse del mundo hasta el retorno de la primavera. Así que no hago nada. Simplemente me ovillo en el sofá y dormito, perezosa y ausente como un oso, contando los días que separan este solsticio del 21 de diciembre del momento en el que, de una puñetera vez, se restablezca el horario de verano.

Y tan feliz.

#‎SafeCreative‬ Mina Cb

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