viernes, 2 de febrero de 2018

No hay texto alternativo automático disponible. 



EL ABSURDO Y FARRAGOSO UNIVERSO DE LOS FORMULARIOS VIRTUALES


Lunes por la mañana. Recibo un aviso de Correos para un tema de envíos internacionales. La fecha límite para hacerlo llegar a su destino es el lunes cinco. Que hay tiempo pero cuanto antes mejor, que me conozco. Como tengo cosas que hacer no lo hago.
El martes me meto en la web y descargo el PDF. Exactamente igual que el que me ha llegado y acabo de rellenar. Empiezo a pulsar botones sin conseguir acceder al lugar deseado. Tengo la documentación pero no sé adónde mandarla. Voy de página a página sin hallar una mala dirección de correo y consciente de que el miércoles, y por motivos laborales, va a ser complicado gestionarlo.

Empiezo a preocuparme.

Jueves 1. Por la mañana cojo el impreso que me llegó, voy a la oficina de Correos y hago cola. Al llegar al mostrador me dicen que allí no me lo pueden tramitar. Que lo mande por correo (se me pasa el plazo) o que lo haga por la web. Yo hago pucheros y les digo que ya lo he intentado. No cuela. No se enternecen. Y eso que los empleados de la oficina que he tratado son, en general, encantadores. Pero no hay manera. Incluso aunque les ponga voz de lloriqueo y les diga es de “jooooo... es que no sé hacerlooooo.” Y me siento como las abuelitas que vienen al super y yo les digo que para solicitar la tarjeta que han perdido se tiene que meter en internet y ellas me dicen, con expresión de terror, que no tienen y que por qué no se lo hago yo. Y yo les contesto que seguro que tienen algún hijo que lo maneje. Y me siento como una asesina en serie. Porque en este momento yo estoy tan desamparada como ellas y sin hijo internauta. Y si se lo pido a mi sobrino me va a decir de todo y con razón.

Jueves 2. Por la noche. Me digo a mí misma que quién dijo miedo, que con cincuentayún castañas una no es vieja ni para el amor ni para la informática. Y me pongo a ello, con una Voll Damm de tercio al lado y sin tener que madrugar al día siguiente, o sea hoy. Abro el sistema mientras me repito en voz alta tengoquehacerlotengoquehacerlotengoquehacerlo. El gato se sube al escritorio y esparce sus diez kilos sobre el PDF. Lo bajo y hace plom. Sigo a lo mío. Entro en la web, leo todo despacio, procurando no echar muchos tragos de cerveza. Voy superando pruebas y paso de una pantalla a otra pero la dirección no aparece. Intento tranquilizarme. Bebo. Voy hacia atrás. Algo he hecho mal. O todo. Al fin llego hasta el formulario “registrarse”, que me pide varios datos y una contraseña que siempre está mal. Quieren números, letras y caracteres especiales. Que no sé para qué, porque para caracteres especiales el mío, que no me aguanta nadie. Voy cambiando letras y viendo aparecer los puntitos y luego las letras rojas debajo, regañándome por no acertar. Lo intento al menos con cuatro opciones pero no funciona. Al fin veo un número de atención al cliente. Son las once pero ya me da igual todo. Lo tecleo. Error. Es una máquina que me dice si he recibido el impreso y que pide el número de referencia. Me huelo la tostada, cuelgo, vuelvo a llamar y espero hasta el final, que es cuando va la opción de hablar con un agente (todos la ponen la última, qué cabrones). Cuando llega dicen que no hay personal (me parece estupendo, no son horas) y que el horario de atención al público es de tal a tal.

Apago el ordenador y me voy a la cama.

Viernes 3: Me despierto pensando en el envío. Tengo tres días pero el finde está en medio. Tiene que ser hoy. Me levanto y enciendo el aparato. Lo mismo de ayer pero un día más tarde. Marco el número de anoche. Me atiende una chica que, tras escuchar mi perorata, me remite a otro número. Lo marco y sale una máquina. Tecleo una opción. Error. Me vuelven a pedir la referencia. Cuelgo, vuelvo a llamar y aguanto la charla robótica de opciones y términos legales y sullamadavaasergrabadapormotivosdeseguridad. No hay opción de hablar con un agente. Tecleo una opción distinta a la anterior a ver si cuela. Cuela. Me atiende un señor muy amable. Me pongo dramática y le cuento mi tragedia. Le digo que necesito una dirección de correo electrónico. Me dice que no es posible. Le digo que no sé utilizar ese sistema del demonio. Me dice que le pasa a mucha gente. Le digo que entonces por qué no lo modifican. Me dice que para que sea seguro. Le digo que lo háckers son muy listos pero el resto de los mortales no. Me dice que tampoco es para tanto. Le digo que me siento como las viejitas del súper. Me da rabia no verle la cara. Es amable y me guía por el proceloso océano cibernético como si fuera tonta. Que a lo mejor lo soy. Llegamos al formulario de registro de ayer. Me cometa lo de la contraseña. Casi lloriqueo. Me dice lo de los caracteres. Le digo que lo hice. Me dice lo de los números. Le digo que lo hice. Me dice lo de las mayúsculas. Le digo que lo hice. Me dice lo de las minúsculas. Le digo que lo hice. Me dice que lo intente de nuevo. Y hay que joderse, porque ahora funciona. Casi me echo a llorar. Le doy las gracias y le pongo tres nueves en la encuesta sobre la atención recibida. Y aún tengo que enfrentarme con dos pantallas más. Adjunto la documentación. Me atasco en la última pantalla. Intento volver a llamar pero no me cogen. Igual ha visto el número y sabe que soy yo. Vuelvo atrás y rectifico un dato.

Y ya.

Ya.

¡¡Yaaaaaa!!

No me lo puedo creer. Lo he conseguido. Doy saltos por la casa. Los gritos han debido oírse en todo el vecindario. Voy a ponerlo en fésibu. Lo de la farragosidad. Lo de que estos sistemas son un infierno. Empiezo a escribir y se me va la pinza. Abro un word. Este será el cuento de hoy. A la izquierda del teclado el PDF. Mierda. El dato que rectifiqué para poder mandar el formulario digital difiere de uno de los datos del documento.

Me temo lo peor.
 

#SafeCreative Mina Cb

No hay comentarios:

Publicar un comentario